My burning home
Alba María Velázquez
La narración se ha convertido en la metáfora central que ayuda a comprender nuestra búsqueda sin fin de la decodificación del sentido humano. Clifford Geertz ha definido la cultura como «el conjunto de historias que contamos sobre nosotros mismos».
Jeffrey
Weeks, 2001.
Cuando
al «uno» es recordado su naturaleza diariamente, cuando la definición de ese uno
resulta cotidiana en palabras de los demás desde el insulto al halago, su diferencia
de ese «resto» (indefinido o que al menos no ha precisado definirse) le
convierte en «otro», otro justificado por aquello que «es».
El
asedio que lleva implícita la manifestación de la diferencia por las mismas
calles donde transita ese «resto» conduce a un tambaleo de la identidad, cuanto
peor el establecimiento de juicios acerca de su propia «normalidad».
Precisamente ese tambaleo no es experimentado por el «normalizado»[1], aquel
que reúne requisitos consensuados que no son más que la promesa de una «supervivencia»
o tendencia a la «verticalidad» en su desarrollo reflexivo, y aquí englobamos dualidades:
masculinidad frente a feminidad, «lo que está de moda»[2] frente al
underground , actividad frente a
pasividad, el motivo, el referente y el aclamado frente al fracasado, el
silenciado o simplemente el que no hace ruido…
Pero
sabido es, aquello que corrompe, que se «desvía» de esa mirada oficial, en
definitiva lo no acostumbrado, o mejor, lo no «domesticado» (remitiéndonos a la
etimología) puede generar deseo. «Solicitación y veracidad» según Jean
Baudrillard pertenecientes a la compulsión de la imagen se advierten temerosas
de que incluso lo rechazado, lo marginal pueda colarse en la oficialidad
poniendo en evidencia esos «huecos» que describe Sergio Rubira:
La vida se
había convertido en un juego de débiles equilibrios que en cualquier momento
podían romperse. Un acontecimiento, el más pequeño, era capaz de destruir las
paredes de la urna en la que te habías guardado. Lo que te protegía, lo que te
daba seguridad, era más frágil que tú. Lo que suponías fuerte, el cristal,
podía resquebrajarse en cualquier momento y, al darte cuenta, te arriesgaste a
romperlo antes de que alguien lo hiciera por ti. Te cortaste al salir. Sin
embargo ahora te has descubierto reflejado en unos cristales, los de las
ventanillas del tren, recomponiendo, trozo a trozo, etapa a etapa, lo que
destrozaste. Pero, aunque intentas hacerlo delicadamente, la tarea es
irrealizable porque, por mucho que el pegamento una, siempre quedarán huecos
por los que fugarse.[3]
Lo abyecto, aquello expulsado, pero lo expulsado de uno, es aquello que también ha estado «dentro» pero para luego ser «devuelto» ¿Y de qué manera? Este sentimiento, o más bien esta definición de lo abyecto demuestra que dicha «categoría estética»[4] está tan presente en la vida corriente que tal vez tenga relevancia hoy en el contexto artístico actual situado algo más allá de la posmodernidad en que las épicas luchas pasan a la escala liliputiense de los combates cotidianos o «alcances inmediatos» –apuntando un término de Paul Ardenne.
En estos
combates, el orden del falo, o lo que se ha denominado falocentrismo adquiere a mi modesto entender cariz de pistolero, es
el armado, es el guerrero, y el falo es un rifle. Vemos, la supervivencia del
individuo o de nuevo la «promesa» de supervivencia se advierte en el
arma, el uniforme, aquello con qué camuflarse pues el día a día «se inventa con mil
maneras de cazar furtivamente los dominios de los otros»[5]. Atención:
los dominios de los otros. Llevando así la terminología bélica al terreno de
las relaciones –cosa que probablemente no haya que «llevar» sino que francamente
«está»– el desvío, el traspié o incluso
el señuelo es lapidado en una sociedad en la que somos definidos en función de
nuestro sexo. Weeks plantea: «la pregunta que debamos hacernos es por qué la
sexualidad se ha vuelto tan importante para definición del yo y de la
normalidad»[6]
¿Será que esa definición no encierra más que una diatriba que ensalza toda contención
o necesidad de instalar diques en el pantano que es el reino del deseo? ¿Por
qué la contención como respuesta a una supuesta agresión? ¿Quién agrede a quién?
¿Por qué se han sentido ofendidos? ¿Será –sospecho– que, puestos en la
necesidad de definirnos debamos hacerlo no tanto por «lo que somos» (ser:
siempre) sino –y este es el conflicto e incluso error del lenguaje– por «lo que
estamos» (estar: en este momento) –aún a pesar de la falta ortográfica?
Desde luego,
resulta peligroso desmantelar o replantear cualquier esencia, esto es, cuando
el «uno» es así, o siempre ha creído que es así e incluso se enorgullece de «ser
así». De hecho, los que temen al improviso, al tiempo real, a lo discontinuo,
lo fluctuoso, buscan en la trascendencia una definición de su ser sin
percatarse de que es el lenguaje el que nos ha «trascendido» a nosotros mismos.
La repetición que en sí es la palabra es ese asedio, es la que configura el
mito, conforma el tótem y la tumba en un «ya quedará». Y rodeados de
repeticiones romper el lenguaje, destruir el significado, la definición y, como
apunta Rosa Olivares, «la mirada» en el momento en que hablamos de nosotros
hoy, ahora, en el presente, implicaría, así, una «desvinculación».
Desvinculación
en un mundo de hipervínculos y etiquetas, que no son más que –nuevamente pero ahora
en el sentido contrario– «señuelos» para los motores de búsqueda. Creo esta
desvinculación la que puede llevarnos en definitiva a ser más libres y
experimentar las relaciones entre «unos y otros» sin las constricciones, sin el
empeño de comprender, legitimar el yo en primera instancia (recordemos los
genitales como primer determinante y significante del bebé recién nacido) para «comprender el
yo mediante la comprensión del sexo»[7].
No hacen falta
añadiduras ni explicaciones a aquello que sabemos se nos escapa y no podemos
remediar y de hecho nos turba y obsesiona que se nos escape. Cuando pretendemos
encarcelar, delimitar el deseo es cuando aparece el desvío. De no ser así, no
habría diferencia entre carreteras comarcales y autovías, incluso autopistas de
peaje, serían todos senderos precisamente intercambiables, movibles, carriles borrosos, e
incluso muchos en obra, sería (y perdonen la astracanada) un «campo expandido» de circulaciones,
circulaciones sin códigos ni metas, sin centros ni periferias –no hace falta
descentrar a unos para centrar a otros[8].
Con sus choques y atascos, idas y venidas, como la vida misma, desde la toma individual una circulación libre busca su dirección en el otro, y, cuando no, su «re-dirección».
Agradecimientos a Alba María Velázquez http://www.albamariavelazquez.com/
Con sus choques y atascos, idas y venidas, como la vida misma, desde la toma individual una circulación libre busca su dirección en el otro, y, cuando no, su «re-dirección».
Agradecimientos a Alba María Velázquez http://www.albamariavelazquez.com/
[1] Félix Guattari habla del «campo
social normalizado» como la entrada en el mundo de los valores y las categorías
y que generalmente tienen que ver con el paso de distintas etapas vitales, por
ejemplo la escolarización de los niños, la entrada en la universidad o la emancipación
de la unidad familiar. Ver Félix Guattari (1986) y Suely Rolnik, Micropolítica. Cartografías del deseo,
Traficantes de Sueños, Madrid, 2006.
[2] El trabajo de la artista
alemana Rosemarie Trockel ha girado en torno al escrutinio de los discursos
autoritarios que legitiman tanto ciertas prácticas artísticas como sociales,
enmarcando su obra en una estética no sólo pero generalmente asociada a los feminismos.
[3] Texto de Sergio Rubira en AA.
VV., Mateo Maté. Viajo para conocer mi
geografía, (cat. exp.), Fundació Sa Nostra, Ibiza, 2002, p. 67.
[4] Rocío de La Villa, «El goce de
lo abyecto» en Exitbook. Revista
semestral de libros de arte y cultura visual, nº 13, 2010, p. 90.
[5] Michel de Certeau (1980), «De
las prácticas cotidianas de oposición» en AA. VV., Modos de hacer. Arte crítico, esfera pública y acción directa,
Ediciones Universidad de Salamanca, Salamanca, 2001, p. 391.
[6]
Jeffrey Weeks, Sexualidad, Paidós-UNAM, 1998, p. 77.
[7] Ibídem.
[8] «Todo el mundo puede aprender a
centrarse en otra experiencia, validarla y juzgarla según sus propios
criterios, sin la necesidad de comparar o adoptar ese marco como propio. De
este modo no hace falta descentrar a nadie para centrar a alguien: lo que hay
que hacer de forma consciente y adecuada es “desplazar el centro”». Cit Elsa
Barkley Brown en Griselda Pollock, <«El feminismo: un fenómeno mundial que
llegó incluso a la universidad. Reflexiones sobre la influencia del feminismo
en el pensamiento y arte desde 1970» en AA. VV., La Batalla de los Géneros, (cat. exp.), Centro Galego de Arte
Contemporanea, Santiago de Compostela, 2007, p. 94.